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Cartas desde el infierno*

De mi amistad con Tadeo Gustav recuerdo los innumerables viajes imaginarios que hicimos, el perverso insomnio que él padecía y la alegre canción que entonábamos cuando alguno de los dos estaba triste. Desconsolados, nos separamos antes de acabar la escuela y no volví a saber de él, hasta el último invierno en que me llegó su extraña carta.

El contenido de esta misiva era un revoltijo de angustia y paranoia. No había escrita una sola línea de cordura y el párrafo final era así: “Dudo que pueda sobrevivir a este sueño. He medido el riesgo que existe en madrugar somnoliento con el peligro de mi enorme escalera y sus interminables peldaños encerados”.

Aquéllas frases delirantes me hacían temer por la salud mental de mi amigo y pensé visitarlo tan pronto como fuera posible, pero dos días más tarde recibí otra carta suya con el mismo tono de la primera. Su contenido era pequeño y estaba distribuido de la siguiente forma:

“Solo para ti, querido amigo, porque el resto del universo me sofoca.

¿Sabes lo que significa ojalá?, pues un ojalá es parte de un deseo insípido cuyos ingredientes son algo de fe y mucho de recelo. Normalmente es pronunciado con una mueca que indica un suspiro. Hoy sonreiré frente al mar y ojalá -aquí voy de nuevo con la dichosa palabra-, que este enorme azul atlántico cumpla mi deseo.”

A la mañana siguiente de recibir esta carta, el nombre de mi amigo, Tadeo Gustav, poeta y músico, aparecía en todos los diarios con la noticia de su misteriosa muerte en una playa. Sólo yo, sabía el terrible pacto que había hecho con su verdugo y sólo en mi memoria estaba grabado como un eterno epitafio, su último deseo que no era más que su propia muerte.

*Mención Honrosa: Ligia Arias Diaz

DERROTERO*

Entonces descubrió que valía la pena continuar con la ruta, no lo dudó. Se detuvo.

“…detrás la sombra de la nada sigue las huellas
y las borra con su ausencia”.

Cerró el viejo libro, casi sin hojas, como un árbol de otoño.
Miró a su alrededor y descubrió que nunca hubo nadie detrás mirándolo, acosándolo, viviéndolo.
Por fin se atrevió a dar la vuelta y sólo vio una estepa dorada, inmóvil, un amarillento horizonte sin fin. El viento le susurraba versos en un idioma que siempre creyó conocer, pero nunca entendió.
Entonces descubrió que valía la pena continuar con la ruta, no lo dudó. Se detuvo
Y no volvió jamás.

*Mención Honrosa: César Augusto Huaraz Aquino

El hombre que soñaba galaxias*

Jai guru deva, om



Al terminar el protocolo del día a día, buscó un refugio en un mundo de querubines y omnipotencia en cada una de sus yemas. Y encontró el sueño

En una de esas travesías a utopías imaginables se ve dormido en su alcoba, se acomoda de un lado al otro de la cama mientras ve esfumarse esa imagen por la ventana.
Flota por inercia sobre una ciudad apagada, en la que las pocas personas que lo ven lo confunden con una estrella o un avión. Le gusta apreciar el parpadeo urbano de la ciudad que lo recibe con una sonrisa cada mañana. Pero tiene que esfumarse volando.
Llega el momento en el que la tierra y el sol las llega a ver como un simple dibujo en una pizarra, pero el hombre sigue alejándose, hasta el momento en que llega a ver galaxias en solo vistazos de puntos y manchas.
Al percatarse de que todo el universo era como una plancha del tamaño de una maqueta, lo desconcierta, pero la idea de que estaba en un lugar en el que sólo Dios podía haber llegado lo apaciguo parcialmente.
Deja de alejarse para apreciarse, y recalcando su soberanía de sol y omnipotencia de Dios coge con sus yemas 2 puntas del universo, las pasa al otro lado del plano como una hoja doblada y aprecia la contratapa blanca del cuadernillo que acaba de hacer. Sin más escrúpulos comienza a escribir… hasta que los primeros rayos de la alborada le recuerdan su condición de humano.

*Mención Honrosa: Rodolfo De la Riva Cachay

El perdón del abuelo*

Mi abuelo me golpeaba desde que tenía ocho años. Nunca pedí ser criado por él, pero las circunstancias me llevaron a su casa. Hijo único, madre en Miami, padre alcohólico y también ausente, y un porvenir incierto…
Amaba a mi madre, pero le reprocharía por largo tiempo hasta su regreso luego de seis años a Perú haberme destinado a las heridas en los brazos y piernas con el cordón de la plancha de su padre. Pienso que se sentía solo desde que la abuela murió, y su rabia contra Dios la descargaba conmigo por habérsela quitado cuando ella estaba por cumplir setenta y nueve años.
La última ocasión en que me golpeó tenía catorce años y estaba por culminar el tercer año de secundaria. Eran las ocho y treinta de la noche y cenábamos sopa con verduras. Mi abuelo lanzó su plato de comida y empezó a gritar, a llorar y a arrastrarse de dolor por el suelo, un patético episodio que ocurría los días trece de cada mes, recordando aquel día en que mi abuela dejó de respirar. Cuando me acerqué para ponerlo de pie, me lanzó una cachetada y me ahorcó violentamente, cosa que jamás antes había hecho. En ese instante me percaté que poseía más fuerzas que él y lo arrojé con toda la ira que mi delgado cuerpo podía contener. Cayó violentamente. Desde entonces necesita una silla de ruedas para trasladarse, pues le fracturé la columna y ya no puede caminar. Aún está vivo, y cuando lo visito alguna vez luego de siete años desde lo ocurrido, busco incansablemente con miradas esquivas en sus ojos siempre tristes, el perdón por lo que le hice. Espero que mi abuelo haya podido perdonar a Dios.

*Mención Honrosa: Iván Mendoza Rueda

Convocatoria

Convocatoria
Maratón de Micro Relatos 2008